Cuando me ataron al mástil vi
una luna sostenida, dispersa entre la niebla
la noche iluminada por un sol de ébano
la ceniza emparejada paseando de la mano,
más abajo, el mar ensimismado
acariciándose los bajos,
y los hombres del barco
ocupados en ejercicios rutinarios
de cera y poniente, de caballo.
En la sombra de nuestra vela había un prado.
Paseábanse mis recuerdos en él,
enamorados de la risa y el ocaso.
Allí aprecié también la tierra vana
que nunca habíamos buscado,
y todas las noches que nos perdimos esperando,
noches de subir colinas, de aletear de patos.
Noches, en una palabra, que todavía guardo.
Pero, vamos, me dije,
que la tierra arañada no seque este casco
de nave orgullosa de su sangre y su pasado
y di orden a mis hombres
con el mentón encorvado
que remaran hacia el final de los sueños
hacia silencios inesperados.
Sordos todos ellos a la queja,
olvidables olvidados,
fueron la fuerza de una fiera
despedazando el mar a palos,
y cruzamos el agua espesa
con rugir de viento
y gemidos de enamorados.
A lo lejos, como en una vida
que no fue nunca la nuestra
pude oir cierto sonido meloso,
ufano. Pensé en la patria
ese lugar del vientre tan bien sembrado,
y en el rostro de Mireia
alma de simiente y cuerpo de azucar,
Penélope de mis encanecidos brazos.
Qué grato silencio sonoro pude sentir entonces
al vogar de los gritos callados.
Me así a mis ataduras
el palo mayor como ancla de barco
pero me perdía, me perdía
entre recuerdos de luz y cancioneros sinuosos
mecidos por el susurro de la nostalgia
por la triste brisa de los tiempos abandonados.
La isla aparecía a la vista.
Profundamente nos acercamos. En la oscuridad
atendí su rugido de mar y madera,
su aullar de perro abandonado,
un ritmo de canciones tiernas
al compás de sonidos divergentes,
ensortijados.
Escuché tan ansioso la tonada
que olvidé mujer, patria y barco.
Mis hombres de cera fueron entonces
una piedra sin sentimientos,
una columna de marmol.
Siguieron remando, efectivamente,
a pesar de mis gritos amputados.
El barco nunca se paró.
Nunca se para el barco.
Pero en la noche, a popa,
pude ver entre ola y ola
un grupo de sombras esquivas e iniestas
aferradas a sus recuerdos de plástico.
Las voces roncas y los labios deshilachados.
Eran, todas ellas, viejas amigas de la vida,
bellas amargas piedras sin motivo,
sucios reductos alzados sobre los restos del pasado,
recuerdos sin memoria en el clamor de los años.
Anclado, yo fui roca,
y el cielo envenenado
dio la vuelta al mediodía
para que nuestro viaje, siempre nada,
se volviera, eternamente,
la última pesadilla del ahogado.
jueves, 27 de mayo de 2010
El viaje
El viaje eterno de tu rostro
el viaje de tus ojos
el viaje de retorno
perdidos los dedos de una mano
entre los cabellos del otro
en el recuerdo de los vientos
y los domingos y los soles
perdidos en el retorno
entre nubulosos trenes
perdidos los pesares en el viaje
el viaje de tus ojos
el viaje eterno de tu rostro.
el viaje de tus ojos
el viaje de retorno
perdidos los dedos de una mano
entre los cabellos del otro
en el recuerdo de los vientos
y los domingos y los soles
perdidos en el retorno
entre nubulosos trenes
perdidos los pesares en el viaje
el viaje de tus ojos
el viaje eterno de tu rostro.
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