La muy puta conducía a toda velocidad. Habíamos tenido mucha suerte y no era necesario ir tan aprisa. La policía estaba atenta a los movimientos de los atracadores del Banco Hispanoamericano y quizás aún no sabía nada del asesinato de la vieja. Era posible que en ese preciso momento diera comienzo lo que Similiano llamaba o debería haber llamado las diligencias oportunas. Nos besamos casi sin mirar al frente. Ana Ríos Ricardi, sudamericana, veintidós años, pelo corto, había elegido el camino, en realidad el atajo, y yo parecía encantado, fijo en el asiento del copiloto, apenas con la entereza necesaria para intentar contar los árboles que corrían en sentido inverso. Encantado era la palabra justa. Con esos árboles, me dije, fabricarán naves similares a las que acabo de quemar. La dulzura del pensamiento tópico me reconfortó. Luego Ana movió los labios, dijo algo que no entendí, giró para iniciar el regreso a la ciudad a través de un suburbio obrero, estaba atardeciendo. Comprendí que me había arruinado y eso ya era un éxito.
Extraido de R. Bolaño y A. G. Porta, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, ed. Acantilado (2008), 19.