A fin de cuentas, se dijo, tal vez una y otra eran la misma, y la vida de los hombres gira siempre en torno a una sola mujer: aquella donde se resumen todas las mujeres del mundo, vértice de todos los misterios y clave de todas las respuestas. La que maneja el silencio como nadie, tal vez porque ése es un lenguaje que habla a la perfección desde hace siglos. La que posee la lucidez sabia de mañanas luminosas, atardeceres rojos y mares azul cobalto, templada de estoicismo, tristeza infinita y fatiga para las que –Coy tenía esa extraña certeza – no basta una sola existencia. Era necesario, además y sobre todo, ser hembra, mujer, para mirar con semejante mezcla de hastío, sabiduria y cansancio. Para disponer de aquella penetración aguda, como una hoja de acero, imposible de aprender o imitar, nacida de una larga memoria genética de vidas innumerables, viajando com obotín en la cala de naves cóncavas y negras, con los muslos ensangrentados entre ruinas humeantes y cadáveres, tejiendo y destejiendo tapices durante innumerables inviernos, pariendo hombres para nuevas Troyas y aguardando el retorno de héroes exhaustos; de dioses con pies de barro a los que a veces amaba, a menudo temía y casi siempre, tarde o temprano, despreciaba.
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Finis Terrae
En el final del mundo no hay ventanas os pensáis que se ve bonito y solo se ven heridas, lágrimas un dolor que tapa la ropa que no se dice ...
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Aprietas los puños Seriedad cristiana Y las nubes que se pierden En la negrura de la mañana. El gigante duerme ya En su castillo de lata En ...
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